¿Violencia y turismo?

Por: Boris Marchegiani

He repetido muchas veces que el turismo costarricense debe evolucionar hacia una nueva etapa: un turismo ecológico con inclusión del ser humano. Un modelo que no se limite a proteger el ambiente, sino que abrace también las metas culturales y sociales que dan sentido a nuestra identidad. Las generaciones futuras de turistas no buscan solo un entorno limpio o un bosque exuberante: buscan un encuentro con el alma de nuestro país, con ese corazoncito tico que ha sido, sin duda, el verdadero secreto del éxito de Costa Rica.

Un cambio preocupante en nuestro discurso social

Pero algo ha cambiado. En las últimas dos décadas, el diálogo costarricense, antes pausado, respetuoso y tolerante, ha ido perdiendo su esencia. La educación permisiva derivada de la Ley 9999, la falta de autoridad en los procesos formativos y el debilitamiento del papel del docente han erosionado la base del respeto mutuo y, con ello, la de nuestra sociedad. A la vez, una agresividad ajena, importada de culturas donde la violencia se normaliza, se ha filtrado silenciosamente en nuestras comunidades, transformando la conversación en confrontación y la diferencia en conflicto. La pregunta ya no es solo ¿qué nos pasó?, sino ¿qué podemos hacer para recuperar lo que fuimos?

La Ley y sus efectos

La Ley 9999 busca garantizar el principio del interés superior del niño y la adolescente cuando enfrentan situaciones como maltrato físico, emocional, abuso sexual o trato corruptor.

No obstante, con el paso del tiempo, esta ley ha generado efectos contrarios a su intención original. En la práctica, ha fomentado una actitud que parece ir en contra del orden natural de formación y disciplina que existe en todas las especies. En cualquier sociedad, humana o animal, las crías requieren una guía firme y un proceso de aprendizaje estructurado para integrarse sanamente a su entorno. Sin embargo, la aplicación de esta norma ha terminado por debilitar la autoridad paterna, docente y formativa, creando un clima de confusión y descontrol que ha erosionado las bases culturales y educativas de la sociedad costarricense. 

Este proceso ha afectado profundamente la cultura general del país, limitando la capacidad de los niños y jóvenes para comprender la responsabilidad, el respeto y la convivencia. Paradójicamente, lo que se pretendía como una protección ha terminado por desvincular el sistema educativo de su función humanista, reduciendo la orientación emocional y social que debería caracterizar nuestras aulas.

Una propuesta necesaria

Propongo derogar la Ley 9999 y restablecer el marco legal anterior, que ya ofrecía mecanismos adecuados de protección juvenil e infantil dentro del sistema educativo y judicial costarricense.

Fortalecer la relación humana y el vínculo educativo entre docentes, estudiantes y familias contribuiría a una formación social y moral más sólida, sin renunciar a la disciplina ni al acompañamiento emocional. De igual forma, se mantendría la protección mediante las leyes vigentes en materia de niñez y adolescencia. Al fin y al cabo, los casos más graves de abuso en Costa Rica ocurren en el hogar, la comunidad o el entorno familiar. Por ello, el sistema educativo no debería limitarse a observar o sancionar, sino convertirse en un aliado protector y orientador de los jóvenes, un espacio donde se eduque con firmeza, empatía y humanidad.

Más allá de la represión: reeducar y castigar solo cuando no hay alternativa viable
Frente a este panorama, hay dos caminos que deben complementarse. El primero, inevitablemente, es el fortalecimiento del sistema policial y penitenciario. Pero encarcelar no resuelve las causas de la violencia: apenas las posterga. La cárcel, si no ofrece educación, trabajo ni esperanza, se convierte en un depósito humano, no en una solución.

Y aquí vale detenernos en un actor clave que podría tener un papel mucho más transformador: la Policía Turística. Su presencia, aunque necesaria, muchas veces no cumple ni una función policial efectiva ni una labor preventiva profunda. Pero lo más importante es que rara vez se involucra en la dimensión humana y educativa del turismo, en ese entrenamiento social que debería fortalecer la recepción del visitante y reforzar la personalidad amable del tico. Estar presentes no basta: hay que formar, acompañar y evaluar resultados. 

La policía turística no puede seguir viéndose su número de asignación de oficiales con base a la población de sus territorios, debe estimarse con base a la suma de la población flotante, y más aún ver la necesidad de acciones más profesionalizadas, al ser territorios donde el mayor poder económico de los visitantes atrae negocios oscuros que deben ser tratados como tales. El turismo necesita seguridad, sí, pero también calidez, empatía y vocación de servicio. Deberíamos medir su impacto no solo en costos, sino en su capacidad para generar confianza, convivencia y orgullo nacional.

Educación para la paz

El segundo camino, más profundo y duradero, es el cambio cultural y conductual, la reeducación social y comunitaria. No se trata solo de recursos o programas, sino de reconstruir la convicción ética y emocional que une a una sociedad.

Recuerdo un ejemplo que aún me inspira. En 2008, bajo el liderazgo de mi amiga doña Mayela Coto, entonces viceministra de Justicia y Paz, se impulsó un proyecto para transformar la violencia de las barras deportivas. La estrategia fue sencilla pero poderosa: sustituir la agresión por educación y trabajo. El resultado fue sorprendente.

La mayoría de esos jóvenes no querían dañar a nadie; solo querían ser vistos, escuchados, sentirse parte de algo. Al devolverles sentido y pertenencia, les quitamos el motivo para la violencia.

Justicia con rostro humano

Hoy sigo preguntándome cómo aplicar esa misma lógica en otras áreas donde la exclusión alimenta el resentimiento.

Hace poco conocí el caso de un joven que trabaja en mi establecimiento: responsable, educado y trabajador, quien cumplirá una condena de cuatro años por haber poseído una pequeña cantidad de cannabis. No es un santo, pero tampoco un delincuente peligroso e intrínsecamente buena persona. Aun así, el sistema judicial parece más dispuesto a castigar que a rehabilitar. He intentado hablar con su abogada de oficio, pero nadie responde. Nadie escucha. Cuando la justicia deja de escuchar, deja también de ser justicia: se convierte en un desacato social con sello judicial.

Recuperar la fraternidad tica

La violencia no se combate con más violencia, ni la deshumanización con más leyes.

Costa Rica necesita un nuevo pacto cultural, una migración hacia la asimilación positiva, donde quienes llegan desde otras tierras comprendan y adopten nuestros valores de paz, diálogo y respeto, y donde nosotros, los costarricenses, recuperemos la fraternidad que siempre nos distinguió.

El turismo, ese motor humano y económico que conecta culturas, puede y debe ser parte de esa transformación. Porque el visitante que nos elige no busca un país perfecto: busca un país que cree en el bien, en la convivencia y en la esperanza compartida

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